Es difícil escribir en internet el nombre de un municipio mexicano y que en las entradas de noticias no aparezca alguna sobre violencia reciente: secuestros, asesinatos, desaparecidos, ataques armados, cuerpos desmembrados, narcomensajes, vecinos que dejan sus casas por las balaceras… Es la realidad de un país a punto de alcanzar un triste aniversario, 20 años de violencia desatada, ligada inicialmente al tráfico de drogas, paradigma superado en realidad hace tiempo. Hoy, la violencia en México responde a multitud de motivos y situaciones, siempre enraizados en la facilidad con que consiguen armas en las calles.

Ninguno de los últimos tres Gobiernos ha encontrado una solución contra la violencia; ninguno ha sabido como encauzar la situación. El de Andrés Manuel López Obrador, que concluye en 15 días, le echa la culpa al de Felipe Calderón (2006-2012), responsable, a su entender, de pegarle al avispero, metáfora donde el avispero es el statu quo criminal y Calderón, un inconsciente. La administración saliente señala que Calderón quiso zanjar a cañonazos un problema que, a inicios de su Gobierno, no era tan grave. Al menos en concepto de violencia homicida: 2007 concluyó con 8.867 asesinatos, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

El Gobierno de en medio, capitaneado por Enrique Peña Nieto (2012-2018), apenas aparece en la lista de villanos de López Obrador, pero lo cierto es que la gran escalada de violencia homicida se dio en sus dos años finales, cuando se superaron los 30.000 asesinatos, cosa que no había ocurrido nunca, al menos desde que hay registros. Los tres gobiernos han puesto en manos de las Fuerzas Armadas, si no la solución, al menos la contención de la violencia. Pero dos décadas más tarde, es difícil señalar avances significativos. A menos que estabilizar los asesinatos por encima de los 30.000 anuales y evitar que sigan creciendo, se considere un avance.

Esa es la situación ahora. Si los últimos cuatro meses de 2024 se comportan como se han comportado los primeros ocho, el año acabará con más de 30.000 asesinatos por octavo ejercicio consecutivo, una cifra de escándalo que, sin embargo, no parece generar una reflexión al más alto nivel. A lo largo de los años, los incendios de violencia en una u otra región han provocado el despliegue temporal de soldados, marinos o, ahora, guardias nacionales. Los militares contienen el incendio, pero el país sigue siendo el mismo secarral que antes de que llegaran, a la espera de la siguiente chispa, la próxima punta de cigarro mal apagada.

Andrés Manuel López Obrador
López Obrador habla durante la conferencia matutina realizada en Palacio Nacional, el 12 de septiembre de 2024.Mario Jasso (Cuartoscuro)

Ahora mismo, el fuego arrecia en Sinaloa. La guerra desatada entre las dos principales facciones del Cartel de Sinaloa mantiene a la población atemorizada, particularmente en Culiacán, la capital del Estado. Solo el domingo, 14 personas fueron asesinadas en la región, entre ellos cinco hombres, cuyos cuerpos aparecieron maniatados, con sombreros, junto a un parque acuático, en el sur de Culiacán. La capital de Sinaloa dejó una de las escenas del domingo, Día de la Independencia, uno de los festivos más importantes del año. El gobernador, Rubén Rocha, que había cancelado las celebraciones días antes, dio el grito de independencia desde una plaza vacía.

Pero hay más fuegos, cada uno tan complejo como el anterior, dependientes de actores criminales acostumbrados a medrar en el magma de la impunidad y la corrupción. El caso de la Tierra Caliente michoacana y regiones aledañas es paradigmático. De Coahuayana a Buenavista, de Tepalcatepec a Apatzingán, los vecinos no han conocido la calma desde hace más de 10 años. La ordeña del crimen a las industrias productivas de la región y las batallas entre las diferentes mafias locales, y de las mafias con grupos que se presentan como autodefensas, han convertido la zona en un infierno templado, siempre pendiente de la batalla siguiente.

La semana pasada, uno de los empresarios limoneros más conocidos de Buenavista, José Luis Aguiñaga, moría asesinado en su rancho, supuestamente a manos de una de las viejas mafias regionales, Los Viagras, señalada el año pasado de asesinar a Hipólito Mora, uno de los líderes históricos de las autodefensas de Michoacán, surgidas hace 10 años. El asesinato de Aguiñaga provocó la reacción de los citricultores de la zona, que han anunciado un paro en sus labores, como medida de protesta.

El crimen arrecia y si no se convierte en un escándalo permanente es precisamente por su permanencia. Poco sorprende la violencia y algo muy grave debe pasar para que acapare la atención de la sociedad por un periodo más o menos largo de tiempo. Con lo que ocurre en Sinaloa, pocos se acuerdan del drama que viven varias regiones de la frontera de Chiapas y Guatemala, sometidas a los bandazos del crimen organizado, en una pelea a muerte por las rutas para traficar migrantes, drogas y armas. No hace aún ni diez días que desapareció el alcalde electo del municipio más importante de la zona, Frontera Comalapa. Su hijo, desesperado, pidió ayer en un vídeo a las autoridades que “no dejen de buscarlo”.

Este texto no acabaría nunca si el repaso fuera estado por estado, pero en todos hay problemas, o los ha habido hace poco tiempo. La campaña electoral del primer semestre del año dejó un reguero de sangre en Guerrero. Solo en Taxco, donde las autoridades detuvieron hace poco a más de una decena de policías por corruptos, se registraron 16 víctimas de ataques, el municipio que más situaciones de este tipo registro en el país. El segundo era Chilpancingo, la capital de Guerrero, con 12. Pero si no es la campaña, es otro motivo, crimen, economía y política habitan el mismo universo y, muchas veces, por interés u obligación, hablan el mismo idioma.

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