Los hechos estaban claros para la ciudadanía desde el principio. Ni siquiera suponían algo nuevo, histórico. Pero sí era la primera vez que lo veían con tanta claridad, que el horror llegaba a sus celulares, como si ellos mismos hubieran presenciado aquella matanza. Un puñado de hombres —todavía por cuantificar— con las manos en la cabeza frente a la fachada de una casa y en frente, otro grupo apuntando directamente a matar. Suenan disparos, el video casero de un vecino de San José de Gracia, en Michoacán, se tambalea y solo se escucha y se percibe el final de la tragedia. Después llegaron más: imágenes de sicarios armados hasta el tuétano limpiando con mangueras de agua los ríos de sangre y dejando la escena del crimen lista para la mañanera del día siguiente. “Ojalá no sea cierto”, señaló el presidente Andrés Manuel López Obrador unas horas después. La esperanza que le quedaba al mandatario hacía mucho que sus ciudadanos la habían perdido.
Como ha sucedido en numerosas masacres, no estaban los cuerpos —en México hay casi 100.000 desaparecidos en fosas clandestinas—. Los criminales tuvieron el tiempo suficiente, alrededor de tres horas, para levantar a medias los indicios más gordos, como los cadáveres, antes de que se asomara por allí el primer policía. Ni siquiera se tomaron la molestia de recoger más de un centenar de casquillos de bala. Y mientras todo esto sucedía casi en vivo ante la ciudadanía conectada a las redes sociales, el Gobierno resucitaba una retórica antigua, manida, escuchada una y mil veces por un México cansado de tanta muerte y tanto horror del narco. Una población que en muchos territorios como este se ha sentido abandonada a su suerte por las autoridades. Conscientes de que la masacre de Michoacán no es la primera y, si nadie lo impide, tampoco será la última. Y el horror a este nivel exigía explicaciones.
Durante las 48 horas posteriores a la tragedia, la reconstrucción del Gobierno se ha centrado más en la terminología que en lo verdaderamente importante. Como si cambiarle el nombre a lo que ahí pasó consolara de alguna forma, lo volviera menos inhumano e injusto. Pero esto no funcionó durante los peores episodios de la guerra contra el narco que emprendió Felipe Calderón en 2006 y que continuó Enrique Peña Nieto en 2012. Las matanzas seguían siendo matanzas y la muerte no se ha detenido. Pese a que López Obrador insista en que el país vive tiempos distintos.
Fusilamiento o Multiejecución
La primera parte de la explicación del Gobierno sobre lo sucedido la tarde del domingo en San José de Gracia, un municipio colindante con Jalisco, de unos 9.500 habitantes, se ha enfocado en si la matanza constituyó un fusilamiento, como muchos medios nacionales mencionaron esa noche, o si, como matizó el subsecretario de Seguridad, Ricardo Mejía, era más bien: “Una multiejecución”. La explicación sobre el nuevo término, cuyo debate no esclarecía ningún hecho, radicó en si los “ejecutados” se encontraban o no en línea recta. “No se puede apreciar que haya habido una sola línea”, por tanto, se pone en duda el fusilamiento, pero no la ejecución múltiple. Es decir, si las víctimas corrieron para sobrevivir, incluso si se defendieron, si los que apuntaban con armas largas estaban vestidos de civil y no “sincronizados”, como señaló el subsecretario, el hecho quedaba entonces minimizado por el léxico.
Refriega, no masacre
Con la masacre de Allende (en Coahuila, en 2011), donde se estima que murieron asesinadas al menos 300 personas, el entonces presidente Calderón no explicó nunca lo sucedido ni por qué no intervino y abandonó a los vecinos. El silencio y la falta de respuestas habían sucedido también antes, con la de los 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, en 2010. Con Peña Nieto en el caso Tlatlaya donde unos soldados asesinaron a sangre fría a 22 personas, se mencionó en un primer momento que se trató de un enfrentamiento. Y con la masacre de Michoacán, aunque el Gobierno ha tratado de reconstruir el multihomicidio este martes, el subsecretario Mejía ha elegido la palabra “refriega”.
Según los medios locales que mencionan a testigos, las víctimas de San José de Gracia pueden sumar hasta 17. Y la RAE advierte de que una refriega se trata de “una batalla de poca importancia”. Y, en cualquier caso, un enfrentamiento. Aunque esto contradiga las imágenes de un grupo de hombres entregándose a los agresores con las manos en la cabeza.
Las dudas sobre la policía municipal
Otro de los puntos clave de la reconstrucción consistió en responsabilizar al cuerpo de policías municipales de no haber avisado con suficiente tiempo a la autoridad estatal y esta, a la federal, como una explicación de por qué los criminales tuvieron más de tres horas para acribillar a los hombres, cargar sus cuerpos y limpiar impunemente la escena.
Pero en muchos Estados del país y especialmente en zonas calientes como Michoacán, con fuerte presencia del crimen organizado, tanto las policías municipales como estatales han alertado en numerosas ocasiones al Gobierno del riesgo que implica para ellos intervenir solos contra decenas de hombres con armas propias del Ejército. En Caborca, Sonora, hace unas semanas, los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán sembraron el terror en la ciudad sin que un solo soldado de la Guardia Nacional o del Ejército lo impidiera, ante una policía municipal que se reconoció “rebasada y atemorizada” por la capacidad de fuego del narco.
Las autoridades no han explicado en este caso qué fue lo que impidió que ninguna fuerza policial acudiera al punto de la masacre y cómo un grupo de más de una decena de hombres con armas largas se paseó por un municipio, acorraló a otro grupo de personas en la puerta de una casa, los asesinó y no hay ningún detenido hasta la fecha. Tampoco por qué, después de que el Gobierno federal desplegara hace dos semanas a cientos de militares en Michoacán para arrebatarle al narco el poder de algunos municipios, la única responsabilidad pública cae de momento sobre la endeble policía municipal.
Ajuste de cuentas o andar en malos pasos
El Gobierno ha explicado con detalle cómo todos los implicados tenían algo que ver con el crimen organizado, concretamente entre rivales y aliados locales del poderoso Cartel Jalisco Nueva Generación. El mensaje: “Se trató de un ajuste de cuentas”, se ha repetido este martes como antes lo hicieran otros gobiernos para calmar a la ciudadanía y avisarla de que mientras se mantenga al margen del crimen, estarán a salvo. Este discurso se ha demostrado falaz en numerosas ocasiones donde los civiles asesinados por errores del narco o del propio Ejército durante la guerra rompieron con el prejuicio habitual de que quien muere a tiros “andaba en malos pasos”. Tal fue el caso de los estudiantes asesinados a las puertas del TEC de Monterrey en 2010 a manos de militares que los confundieron con criminales.
Cambiarle también el nombre al cartel
Al terminar la primera reconstrucción sobre el caso, López Obrador ha insistido en mantener su política de “abrazos y no balazos” que consiste precisamente en intervenir lo mínimo, tras el fracaso de las estrategias de seguridad de sus antecesores, que solo multiplicaron la muerte. Y para concluir con el exceso de terminología propuso algo insólito: cambiarle el nombre al Cartel Jalisco Nueva Generación para no perjudicar a la población jalisciense. Como si con este gesto, igual que con el resto de nuevos términos, el sol se pudiera tapar con un dedo.
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