Por Rodrigo Romo Lorenzo

 

 

El avance de la tecnología, cuando menos desde la Revolución Industrial, ha tomado con frecuencia el aspecto de una inundación, del desborde de un río, de un tsunami de consecuencias que cambia la fisonomía de nuestra circunstancia. Ha sido una fuerza de creación y destrucción, como lo atestiguaron los pueblos dedicados al carbón cuando el petróleo los declaró obsoletos. Economías establecidas cayeron con estruendo y se levantaron nombres nuevos como la heráldica de los nuevos tiempos.

Pero nunca habíamos visto una aceleración como la que nos rodea. La máquina de vapor tardó un siglo antes de imponer sus reglas por todo el orbe y en nuestros días una ola de dispositivos tecnológicos nos abrumó y modificó nuestras costumbres en el breve intervalo de un decenio. La obsolescencia que acompasa envejecer permite un traslado natural de la estafeta a la generación siguiente pero, como evidencia de la falta de sincronización de los pulsos actuales, los viejos que hoy todavía detentan las posiciones de poder están bajo el sitio de fuerzas que, en su mayoría, son incapaces de entender, por lo que sus respuestas yerran el blanco como apotecarios que quieren detener la Peste Negra con una infusión de hierbas.

Pero lo que me enfurece en el plano general o global de las cosas, me llena de tristeza en el ámbito personal. Como si hubiera entrado en las páginas de la novela de J. M. Coetzee, Hombre lento, en los últimos meses he reparado en el desamparo que se apodera de los viejos a mi alrededor en su relación con la tecnología. El tiempo los rebasa, pero sus relojes dejan de funcionar; los consume como una enfermedad. Tratan de avanzar como a través de pegamento y escuchan, amortiguada, la frase de los latinos que decía Tempus edax, el tiempo todo lo devasta.

La pérdida de facultades tiene acompañamiento en la incapacidad de absorber más novedades, especialmente con el ciclo furioso e irresponsable de reinvención anual de los productos tecnológicos. No hay pausa posible para aprehender el impacto y significado de una innovación cuando la siguiente llega y la desplaza con toda rudeza en pocos meses.

¡Si tan solo fuera cuestión de conseguir la ayuda de un bastón moderno! Pero se trata de un lenguaje que les resulta casi imposible decodificar. Su experiencia deja de servir de manera súbita; las referencias confiables que obtuvieron durante sus trayectorias profesionales dejan de tener sentido y los ejemplos de la época análoga sólo alcanzan malas traducciones en el universo digital.

Saben que sus lecciones de vida siguen vigentes pero han visto disminuida su capacidad para transmitirlas. Las paredes de la nueva prisión se cierran sobre ellos sin que la lucidez los pueda defender de la incomunicación. Están habitando una desolación mucho antes que el declive final los libere de la necesidad de permanecer al día.

Entonces comienza la dependencia. En un primer momento era el comentario divertido de llamar a los nietos para que les explicaran el funcionamiento de los DVD y ahora incluso tienen que rendir el control sobre sus cuentas bancarias para asegurar que no les vean la cara y les vacíen el dinero. La senilidad pre-tecnológica-digital los está convirtiendo en miembros tempranos de un asilo distópico.

La indiferencia de la tecnología sobre el destino de esa generación es palpable. Es el doctor joven que diagnostica a los viejos, amable pero convencido que tienen poco que ofrecer a la tribu. Pero ese joven no aprecia la pérdida temprana de esos aprendizajes. Llegará el momento en que le hagan falta y no encuentre la manera de reestablecer la conversación, especialmente porque la generación sucesora, la mía, también habrá perdido del hilo de la madeja antes de tiempo. Posiblemente tengan que imaginar la vejez por medio de una consulta al ChatGPT Ultra que les explique el concepto del atardecer.