Por Rodrigo Romo Lorenzo
En los últimos días hemos resentido la sacudida de dos temas en los medios locales y nacionales. Por un lado, el caso de la niña de Huimilpan y por el otro el de la remoción de ambulantes en el Centro Histórico de la ciudad. Como ocurre con frecuencia, la discusión todavía está bajo el influjo de lo inmediato en el tono y el volumen de las distintas piezas de opinión. No hay mucho espacio para tejer fino y tratar de entender mejor los trasfondos que nos permitan salir del tema con más entendimiento que irritación, pero hay que hacer el intento.
Respecto a los ambulantes hay que decir que el tema es tan antiguo y complejo como la existencia misma del país. A finales del Siglo XVIII, Hipólito de Villarroel escribió una obra bastante polémica con el título “Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España” en la que describió su malestar con la administración del virreinato, señaló todas las fallas que había según su parecer y arrojó algunas sugerencias para su mejoramiento, con el fin evidente de mantenerse bajo la gracia y beneplácito de Rey Carlos III.
Sus observaciones son hiperbólicas, parciales, furibundas, pero no dejan de ser gran material para la reflexión. Uno de los puntos cardinales que identificó fue la ausencia de polícía, en el sentido del buen orden que hace cumplir las leyes y ordenanzas, como uno de los males más perniciosos que afectaban la vida virreinal. Esta ausencia de policía se manifestaba en todas partes, incluso en el robo de las luminarias del alumbrado público o la incapacidad de aplicar el bando municipal en las actividades de comercio en las plazas populares, con el ejemplo famoso del Baratillo.
La conciencia de los males cívicos que traía consigo la tolerancia de esas irregularidades no servía para atender el tema de fondo. Nuestros problemas contemporáneos de vialidad, acceso pedestre y comercio en la vía pública vienen desde entonces y chocan de frente con una parte de la sociedad marginada desde la Conquista, tolerada antes que aceptada, con escasos recursos a su disposición y que necesita la venta de sus productos para ganarse la vida con dificultad. Para complicar las cosas, de por sí sumamente enredadas, la definición de artesanía implica el uso de materiales locales, lo que podría dejar buena parte de la manufactura de sus productos bajo la categoría menor de manualidades. El uso de la fuerza cuando una autoridad ha perdido legitimidad solamente encrespa las cosas y nos pierde a todos en el camino de la frustración y el enfrentamiento.
Uno puede preguntarse: ¿pudo ser distinto? El terreno aburrido y gris de las políticas públicas tiene algunas respuestas que pueden aplicarse al tema. ¿Qué habría pasado si la autoridad no quisiera “tener la razón” ciegamente y hubiera extendido la mano al sector agraviado en un gesto de respeto? ¿Si hubiera entendido las razones históricas de su desconfianza, el rencor, la percepción profunda y sistemática de ser ciudadanos de segunda? ¿De siglos continuados de marginalidad, de ausencia de accesos a los componentes de la civilización?
¿Qué habría pasado si las burocracias se hubieran comunicado entre sí y hubieran elevado el respeto a los artesanos indígenas al pedirles que fueran ellos quienes decoraran los distintos altares ubicados aquí y allá en la ciudad? ¿Habría sido igual si las autoridades hubieran comunicado, con calma y sin afán de gresca, los esfuerzos para ubicarlos de manera adecuada y digna en una locación apropiada, además de acompañar la reubicación con un programa de apoyo a sus actividades? Porque llevárselos a una “Plaza del artesano” para alejarlos del lugar donde por años han obtenido sus ganancias y arrumbarlos en un espacio que difícilmente estará al alcance de los turistas y otros consumidores, no es una solución; se asemeja más a una condena. ¿Era imposible involucrar otros actores gubernamentales para impulsar antes que hacer a un lado? Porque es totalmente cierto que la movilidad en las calles del Centro se dificulta cada día más –y no quiero entrar en materia de lugares de estacionamiento– y tampoco era posible continuar con la ocupación descontrolada de las calles. El que escribe ha estado a punto de tropezar con las artesanías en la calle más de una vez, muy cerca de pisar nuestras muñecas emblemáticas. Las mismas que ahora, en redes sociales, se representan con el estigma de la violencia.
Los locatarios que ven afectadas sus ventas por los efectos indeseables del ambulantaje también tienen una voz que debe tenerse en cuenta: disminuir sus ventas en tiempos de rentas exhorbitantes es una fuente dolorosísima de estrés y malestar.
Las políticas públicas bien hechas son una herramienta para que todos los involucrados en el gobierno de las cosas puedan platicar en igualdad de circunstancias, con el mismo nivel de respeto y consideración, y diseñar una solución en conjunto. Emboscar a un grupo para cumplir un punto específico del bando municipal sin tener en cuenta el resto de la ecuación es una receta para la catástrofe. Los temas de administración deben ser orgánicos, es decir, estructurados alrededor de una realidad multivariante. ¿Sería excesivo señalar la conveniencia de aprender sobre estos temas en la experiencia de otros lugares como por ejemplo, digamos, Dinamarca?